Ni la astuta precaución de tus plegarias,
ni la inhóspita y arbitraria dialéctica
extirparán la espina en la carne
que desoló los insomnios de Kierkegaard.
El miedo te circunda como el océano
al náufrago.
En la breve singladura de un alba y un ocaso,
sin un puerto que oriente tus remos,
es en alta mar donde debes construir
tu barco.
Las espadas inventan la sangre,
como los pájaros inventaron el aire.
No hay salida. No eres nadie.
Eres sólo una máscara de trémula esperanza
que se busca en la aterrada ansiedad
de los espejos.
¿Quién nos ha impuesto el corazón de los titanes
y la mano indecisa de los pordioseros?


El Santuario




En la sala hipóstila del templo,
donde no entra el primer sacerdote del imperio,
hay una daga que podría excavar el pecho de Zeus.
Aquí está la incorruptible belleza de Helena,
que no ultrajaron las manos de París,
las manchas eruditas del leopardo
(palimpsesto donde los heresiarcas descifraron
el nombre críptico y apócrifo de Dios),
una moneda de oro con la efigie de César,
un Río en el que caben las aguas de la tierra,
una Cruz en la que pueden morir dioses,
una espada que no puede matar hombres.
Aquí las exhaustivas y disciplinadas matemáticas,
las deliberadas bibliotecas,
un escandaloso triángulo (que no es isósceles
ni equilátero ni escaleno),
la música, vibrante como la metáfora,
la pausada respiración de los océanos,
el rostro inescrutable, que en vano
buscarías en la luna del espejo.
En la sala hipóstila del templo,
donde no entra el primer sacerdote del imperio,
están todas las cosas que conmemoran el universo.
Nadie las ha visto nunca.
¿Quien podría jactarse
de haber visto jamás otra cosa?


El Leproso




Ya muchos abominan de mi cara,
como si tuviera la fisonomía huraña
y aguerrida de los bárbaros de Atila.
No es la esquiva belleza del rostro
la que afrenta mi faz leonina:
debajo de mi carne pública y obscena
presiento el espíritu de hierro de las lanzas
y el vesánico fervor del homicida.
Las lacónicas cinturas de las muchachas,
las caderas vertiginosas y crueles
huyen como pájaros entre mis garras ávidas.
No retengo de la vida sino nieblas.
Por siempre me estará vedado
el vientre taumatúrgico de las mujeres,
y la liturgia del amor como una fruta de fuego,
que muere y que renace como el fénix.
El cencerro anuncia mi presencia,
como el azufre proclama a los demonios.
Nadie habla con el hombre de la lepra.
No tengo más espejo que el poema.


Onán




No es el rayo de Dios lo que temo.
Es el tigre con dientes de sable del deseo.
Es ceder al becerro de oro de la tribu
la privada satisfacción de mi talento.
Mi tara me aísla como la pústula al leproso.
Me atrevo a lo que se atrevan los demonios
y todos los actos me están permitidos,
menos ese que me uniría a la abierta
cadena de los hombre zoológicos.
Vosotros reináis sobre carne de cadáveres.
El promiscuo talento del roedor es todo vuestro.
Pero acaso mi exceptuado genio prevalezca
cuando vuestros públicos genitales
se pudran bajo la tierra.


El Destierro de Coriolano




Yo pienso desde las alturas de mi torre,
solitario como el asesino o el suicida,
aislado en mi conciencia como en un foso
de leones.
Que el augur busque signos en la entraña
caliente de las aves. Que el astrólogo los busque
en la delirante cabellera del cometa,
y en los eclipses de Febo, que oscurecen la tierra.
En el espejo intransigente del patricio,
y en mi áspero carácter, y en mi cuerpo de soldado,
y en las líneas regulares de mi rostro,
y en mis ojos inusuales, he encontrado ya los signos
que otros buscan en la luna o en el aire.
Soy anacrónico como la muerte,
y me atrevo al público coraje de las batallas
o al coraje silencioso del destierro.
¿En qué piensan y que hacen los plebeyos?
Construyen sus propias casas, como el hornero,
y como las ratas, son aptos para conseguir
comida y sexo.
Soy humanista en sentido aristocrático.
Vivo en sociedad como si estuviera solo,
y paso por medio de los hombres
como un dios entre un rebaño de animales.
Mi temple se ha forjado en la fragua
del rechazo.
Impetuoso, colérico, insaciable,
soy el último hombre de la tierra
y no tengo semejantes.
¡Soy yo quien los destierro!


La transmigración de Pitágoras




Yo, que nací en la clara luz de Samos,
consiento que mi alma se disperse
como negra ceniza en esta tierra de bárbaros.
Yo, que hablé la lengua de plata de los dorios,
y que tuve en mi boca las odas de Píndaro
y el latín indudable de Virgilio;
yo, Pitágoras, que invente la tetractys sagrada;
yo, que fui mistagogo de los misterios escatológicos,
y que descubrí la música que cantan los siete planetas
del universo, como un oprobio póstumo sobre mi pecho
de eupátrida, en la abyecta lengua de los bárbaros
he debido fijar la residencia de mi garganta.
Los dioses o el azar (esos nombres que tienen
las cosas que ignoramos) me prodigaron irreversibles
banderas y patrias irrevocables como el mar.
Yo hablé con Averroes en un patio de Córdoba,
y, en Bagdad, disputé con Alkhindi y con Avicena
las disciplinadas y perplejas razones del Islam.
He guardado entre mis labios el último suspiro
de Siddharta (que acaso ha vencido para siempre
la irreversible ley del karma), y he bajado desde lo alto
de una cruz romana el cuerpo (ya apócrifo) de un dios ilusorio.
Como el cercenado andrógino del mito,
he buscado en el múltiple espejo de los otros
la forma verdadera de mi cara.
Yo, que nací en la clara luz de Samos,
me resigno a la infamia de ser el hombre
que con otro nombre escribirá esta página


El sabio, el Héroe y el Santo




Ojalá fuera mío el destino de dar forma
a los dones anacrónicos y falibles
que prodiga la memoria
Ojalá mi pecho albergara el broncíneo coraje
de los héroes, templados en la pública luz de las batallas
y aclamados por el mármol.
Ojalá la indestructible voluntad del santo
me apartara de los goces secundarios de la vida,
y mi alma liberada contemplara en otro cielo
la verdad sin atenuantes, que sospecha el eremita.

Ignorante, cobarde y destemplado,
más ciego que el profético Tiresias,
el albur indefectible de los hados
me condena a andar en sombras por la tierra


Mnemosine




Nadie puede mirarla sin un vértigo
semejante al del primer hombre que haya visto
el insoslayable rostro de un muerto
o el antiguo asombro del fuego.
Como al lenguaje o a la persona amada,
como al universo o a las matemáticas,
nadie la posee por entero
y nada de lo vivido le es ajeno.
Allí está el rostro de la primera mujer
(que no sufre el agravio de los años
y no es menos verosímil que la última),
las abiertas madrugadas del insomnio,
los dolores que merecieron tus lágrimas,
la insólita e insobornable esperanza,
la breve felicidad de una tarde infinita,
una flor que no quiere y que no puede marchitarse,
la luminosa geografía de los atlas
(que extasiaron esa otra geografía: tu infancia),
y las voces de los muertos que en silencio guarda
el alma, como se arrojan los cadáveres al río
después de una batalla.
Allí, en la memoria,
incorruptibles como los arquetipos del griego,
están todas las cosas de las que te has despedido
y que jamás volverás a encontrar.
No dudes que siempre te acompañarán


El Arquetipo




Jamás veré el denodado vergel
donde acecha la alimaña,
ni la exorbitante puerta de clausurados hierros
y de maciza madera,
ni la hierática aldaba de bronce,
que es una cabeza de león (o de hipogrifo)
y es más alta que la esperanza de un hombre.
Una remota claraboya vierte en la casa
las tenaces auroras y las noches sigilosas,
y aunque ignoro qué pies frecuentan sus patios
(simples y atroces como desiertos)
presumo uno sala de irrefutables espejos
donde todo ocurre por primera vez,
pero de un modo simultáneo y eterno.
En las calles abiertas se derrama el universo.
El erguido caserón es una plazafuerte
defendida por un estricto círculo de verjas
y por un inquebrantable candado de acero .
Esa vasta precaución es inútil:
No hay quien no posea una mesa, una llave,
una numerosa enciclopedia,
un preciso álbum de exhaustas fotografías,
una resuelta biblioteca,
una concisa y ávida moneda,
y un ilusorio espejo que duplica esos misterios.
Allí el artero círculo y una esfera incesante
que no conocen ni principio ni término,
el plano, la línea y el volumen,
y una rosa que no puede atestiguarse,
y un libro cuyas letras se reúnen al acaso,
y un Nombre que no debe pronunciarse,
y un inextinguible fuego de Vestales.
Allí reposa la infatigable imagen
del hombre que he forjado en las ansiosas tardes.
Allí el intransigente epitafio del mármol.
El cauteloso umbral no tiene un límite
que se pueda atravesar andando.
Sospecho que mi rostro verdadero
está esperándome en ese mundo desierto


In omnnibus Partibus




La tácita gota de rocío sospecha las aguas
del Tigris y del Eúfrates.
El minucioso grano de arena pregona
las irascibles cimitarras alcoránicas
y el exorbitante desierto del Islam.
Una gota de sangre refiere la asombrada
pregunta de César (Et tu Brutus?)
Aunque degradada (y acaso patética)
el rostro de una hermosa mujer es el heraldo
de la belleza intangible y fatídica de Helena.
En una luciérnaga esplenden las estrellas,
y nadie ignora que una sola sílaba
(que le está vedado pronunciar al hombre)
contiene los insobornables epítetos de Alá,
y la explícita sabiduría de las bibliotecas.
Porque todo es simultáneo y es eterno,
cada acto tiene el privilegio indefectible
de condenarte a repetir el universo


Palimpsesto




Acaso haya otro hombre (un yo secreto),
invulnerable a los implícitos acechos
del amor y de la agónica esperanza,
que perdura como el inmóvil arquetipo
en un tiempo que es inmune a las destrezas
del olvido, la razón y la memoria.
¿O seré, por el contrario, el irrisorio espectro
que ha gastado los días inmensos en tramar
la biografía de un hombre que aborrezco,
no menos inalcanzable ni menos abyecto
que las prófugas sombras que Ulises invocó
en el Tártaro?
Acaso me faltaron la pasión y la osadía.
Tal vez en otro cielo exista,
como en un ansioso espejo sin memoria
el recuerdo del hombre que no he sido todavía


Resonancias




La luz indecisa del alba
divide la vigilia del patio,
alza en vilo los árboles en llamas,
transgrede como una antorcha en el agua
la quietud melancólica y solemne del aljibe.

Ya cabalgan los jinetes tártaros
desolando las auroras islámicas.
Ya las Parcas insomnes urden el incierto
destino del que no se salva un hombre.
Has obtenido la dádiva de los dioses:
has hecho que retornen los periódicos puñales
que perpetran la muerte de César,
la ignominia de los treinta denarios,
la tumultuosa espada de Ricardo
(no menos execrable que el alma de los réprobos),
las murallas de Bizancio
(inexpugnables como el paraíso),
los magnánimos e implacables océanos,
que surcaron los trirremes fenicios
y la lanza indefectible del normando.
Ubicuas como el universo y sigilosas,
contigo amanecen estas irreparables cosas,
que han creado tus palabras
y el perplejo azar de la memoria.


Paradiso




Esta mañana has sentido la frescura del agua,
que como la rememorativa magdalena de Proust,
te recuerda la playa, el mar, el verano,
la imprevista etimología de tu infancia.
Has encontrado en tu memoria un rostro
que creías olvidado.
Ejerces la difícil renuncia del rencor.
Las paredes que te cercan se han abierto,
porque alguien te ha devuelto la mirada.
Agradeces la música (que se parece al silencio),
los bélicos hexámetros de Homero,
los avatares del amor, numerosos como Krishna,
la epifanía noctámbula de la luna,
que en vano merodeará sobre tu tumba.
Has conocido el peso preciso de la esperanza,
que consiste en resignarse a la esperanza,
como creyeron Schopenhauer y Voltaire.
Un hombre y una mujer se besan por primera vez.
(Ignoran que están repitiendo la eternidad).
Está mañana, infinito como esos anhelos,
el paraíso ha vuelto a nacer.


Pirrón(a: Natalie Mármol)




Para escapar a las vanas disputas dialécticas
y a las vacías redes de la erística,
yo, Pirrón, un hombre sin orgullo,
suspendo sobre todas las cosas
la espada de Damocles de la duda.
Me prohibo decir que no se nada.
Mi apatía es indiferente a las riquezas
del ágora y a la inconstante belleza
de las mujeres.
En silencio gritaré como las piedras
que tan libre soy en el trono como bajo las cadenas.
Ya no puedo mirar a los hombres a la cara.
Contemplo al mundo a través de mi alma.
No amo a nadie. No odio a nadie.
Mi feroces instintos no sepultarán
la fugitiva descendencia de otros muertos.
Como Narciso humillado en el espejo,
me hundiré en las quietas aguas
de mi propio reflejo.


El Recuerdo




Lo exalta y lo anonada la nostalgia
de una tarde que creías infinita.
Lo infama la palabra irreparable.
Ubicuo e inhallable como el universo,
el recuerdo es un don de la memoria,
la más dolorosa y la menos deleznable
de las formas del tiempo.
Es la primera vez que viste el rostro
de tu madre, envuelto en la impenetrable luz
de un relámpago anterior al lenguaje.
Es la dicha, inapresable como el viento,
y la inconmovible prisa del amor primero,
y es habernos amados sin vernos las caras,
con la desesperación de los esclavos en la ergástula,
es ser digno de tener remordimiento
y es atrapar como a un pájaro en la jaula
los fugitivos crepúsculos de enero.
Es haber perdido en el camino
la vida que me había prometido.

Metáfora de nuestra miseria,
el recuerdo es la certeza del olvido,
que la ávida memoria nos destina


el Laberinto




Yo he visto la caduca ceniza de mi gente
reposar en el austero féretro
y en el paciente mármol del cementerio.
En la roja garganta del poniente
he contemplado el crepúsculo del hombre
y he presentido la sigilosa proximidad
de mi muerte.
Fatal como el laberinto de Knossos,
el universo invulnerable y pródigo
me ha dado el accesible lenguaje demótico
y el lenguaje hierático de los filósofos,
el espíritu veleidoso de las aguas
(que como un rugiente tigre me devora el alma),
las innumerables y pacientes bibliotecas,
la trama de hierro de los dos crepúsculos,
la periódica esperanza y la desdicha,
el jubilo del amor y las ansiosas vísperas.
He visto el sol como lo vio Tolomeo,
un día de mi infancia del que ya no me acuerdo.
Como un jazmín de noviembre
retengo en la memoria la arquetípica belleza
de una muchacha que ya habrá envejecido.
No tengo más linaje que lo que otros me han dicho,
y estoy, como todos los hombres, absolutamente solo
en el centro del nocturno laberinto
que mis pasos han fraguado por azar o por destino.


El Innombrable




Has merecido el rostro que tienes.
La jerarquía de los ángeles
no admite entre los suyos la faz rapaz
y subterránea de los buitres.
¿Dónde estabas cuando yo me di a la tierra?
El embate orgulloso de las olas
se detiene donde yo fijo sus límites.
Mis águilas horadan el poniente,
y los días se derraman como música
y se arrastran las raíces sigilosas,
y el rumor del agua se esparce
en la sangre de los ríos arteriales,
y mis rayos zigzaguean como serpientes,
y mi voz en la tormenta
rasga los cielos como una navaja,
y el mundo resucita, inagotable,
cuando rompo los cerrojos de la muerte.
Yo vivo en la alta noche silenciosa,
y en la cresta de la ola resonante,
y en el viento que murmura en las hojas,
y en la violenta garganta de los volcanes.
Para mi no es imposible la montaña sin el valle.
Soy Aquél que ha trazado la frontera.
¿En qué polvo y debajo de que piedra
esconderás tu rostro de demonio
cuando mis palabras hagan temblar la tierra?


Torre de Marfil (a: E.K)




Tengo en mi saber, como si los hubiera escrito,
los amplios volúmenes con cerrojos de hierro
que he dictado a la memoria de los hombres.
En los jardines secretos he leído los cargados anaqueles,
menos por ansia de conocimiento
(nada hay entre los cielos y la tierra que yo ignore)
como por mitigar el largo claustro de mi tedio.
Sigiloso como un lobo, deambulo por los angostos corredores
y por las amplias galerías de mi torre.
Las antorchas simétricas arrojan mi pesada sombra
sobre las altas paredes de desnuda piedra.
Cavilando desciendo las verticales escaleras,
y muy por debajo del nivel de Creta,
en las silentes y hediondas catacumbas,
contemplo como en un museo (que para un hombre pusilánime
sería siniestro) los abigarrados osarios de los aqueménidas
y de los faraones del Nilo, y no distingo al malvado del hombre bueno,
ni al abyecto esclavo o al falaz onirocrita
de los cráneos altivos de Jerjes, de Ramsés, de Ciro,
o de la frente como un mundo de los pensadores griegos.
Como las sombras en el agónico día,
así he visto declinar a los imperios,
y sé que las aves empollan sobre los altos capiteles
que antes sostuvieron palacios y templos.
Pues todo pasa, pero yo permanezco.
Mi memoria llega hasta los umbrales del tiempo.
He visto sin codicia los tesoros de Creso,
porque como a un dios en la palma de la mano,
así llevan sus tesoros en la frente y en el ánimo
los hombres de talento.
Mi aislamiento es espléndido y terrible
como el de un dios hebreo.
Mi rostro es el más abominable y el más bello,
aunque jamás lo he visto (jamás he osado verlo)
en la clara luna de los rencorosos espejos.
A la fuerza he poseído a las vírgenes anuales.
A la fuerza he exigido el anual sacrificio
de los lampiños mancebos.
Como al tigre, nadie puede vanagloriarse
de haberme visto dos veces.
De este lado del umbral yo soy el amo.
Soy la ciega voluntad que guía
la daga certera de los homicidas,
la arcana inspiración que vibra
en el punzante cincel del escultor,
en miembro que lacera la carne
de las muchachas violadas,
la deplorable navaja que cercena
el testículo impotente del eunuco
soy la conciencia del criminal
que no se reprocha nada.
Soy el vil instrumento del torturador
y la hoguera que inmola al hereciarca.
Soy un híbrido maldito, mitad bestia,
mitad dios.
Soy libre en mi pensamiento
en el mundo no soy nada.
Mi torre es inaccesible como un acantilado
y sombría como las ergástulas imperiales.
Me llaman el Minotauro.
Soy el insaciable soberano
de este arduo laberinto de marfil.
(Solo una dádiva espero, y un deseo:
ofrecer mi erguido pecho
a la espada indefectible de Teseo).


Lucas, 8,30




Es inútil alegar una injusticia.
Ya es delito suficiente haber nacido,
porque el benefactor de la humanidad
no es más inocente que el asesino.
Mira las calaveras dispersas tras los muros.
¿Cuál es la del justo? ¿Cuál la del infame?
Yo voy por el mundo mostrando mi carne,
mancillando los sagrados tabernáculos
con el sexo explícito de los animales.
Tus bienaventurados son ganado para mi.
No podrás exorcizarme con la cadena de oro
De tus cielos improbables.
cuando la lanza deicida del romano
atraviese tu costado, estos seres deleznables
verán a los demonios que me pueblan.
¡Y otra cruz flameará sobre la tierra!
Dachau, Auschwitz, Hiroshima.
Esas drásticas palabras serán mis emblemas.


La usurpación




Me has quitado lo que no poseo:
la mujer que duerme en tu cama,
las fantásticas elucubraciones de la esperanza,
el hijo que ha nacido de tu vientre,
mi nombre (que comparto con otros hombres),
las impacientes alegrías de la infancia,
los espejos incontrovertibles y voraces,
la asombrada felicidad de las mañanas,
la erguida espada que empuño Mac Beth,
la esquina en la que en vano
he esperado a una mujer.

Me has dejado la pasmada putrefacción
de Lázaro, de Valdemar,
la íntima obsesión de los suicidas,
el irrestricto laberinto del deseo,
las pesadillas, que anticipan el infierno,
las altas y eruditas bibliotecas,
las ansiosas campanadas del insomnio,
la rabia iconoclasta y homicida.
Estás usurpando mi universo,
como los vivos se lo usurpan a los muertos.


La prisión




Democrática como la guillotina,
la omnívora prisión es menos un edificio
que un símbolo de la escandalosa libertad
de los epígonos de la primera desobediencia:
la que condenó a Lucifer a los infiernos,
y a los hombres a padecer la tierra.
Aquí los seres han vaciado sus rostros
en los ojos sin párpados del Otro.
Aquí se escuchan en la alta madrugada
las tensas campanadas del insomnio.
Menos discernible y más vasta,
yo sospecho extramuros una incesante Prisión
que siempre está iluminada.
Pero en esta son todos los hombres,
a un tiempo reclusos y guardias


Peer Gynt




No alcanzaré honrosa y premeditada muerte
en la punta de una lanza genízara.
Mis actos no inquietarán la aletargada
memoria del bronce o del mármol.
Yo fui grandioso, devastador y delirante,
a solas, como los hombres abstractos.
El gravoso destino o el azar
me concedieron la atávica estatura del vikingo,
la palidez hiperbórea de los hombres
destinados a mandar sobre otras razas,
una patria amarrada al mar,
la rutilante cabellera escandinava.
He interpretado esos albures como signos.
Escruté mi alma como se aboca el hermeneuta
a la exégesis de un texto sagrado.
Ni siquiera me propuse ser feliz.
Destinado a brillar como la diadema,
me fundiré con las densos minerales de la tierra,
inconcluso y anónimo como el poema.


El unico




Como un Lázaro resucitado entre muertos
avanzo con el terco denuedo de un ejército
que marcha por ciudades desiertas,
orgulloso y feroz entre las ruinas,
indiferente y ciego bajo la noche inmensa.
A nadie puedo prodigarle las fatales
esperanzas del amor.
Mi apoteosis está en mi conciencia.
En su nombre cabe el dilatado universo,
y la memoria (concéntrica como el infierno),
bibliotecas abigarradas como Alejandría,
las altas montañas y los arduos océanos,
la mano que es digna de merecer una Cruz,
el secreto vínculo de los 64 hexagramas,
las infatigables y precisas matemáticas,
que habitan en la inteligencia del sabio
y que duermen como la música del arpa
en el alma del esclavo.
Paso por el mundo como una bruma helada,
como si me hubieran engendrado
los cadáveres sexuales de otros muertos,
y tuvieras sepultadas en la carne
las voces de esas cenizas funerarias
que me hablan en la memoria y en los sueños.


El desocultamiento




¿Cuándo dejaron de ser hombres
estos seres destinados a la nada,
aunque fueran inmortales como dioses?
No tenemos más patria que la carne,
ni más esperanza que la sórdida ceniza
de una vida que jamás ha sido nuestra.
Las palabras nos sostienen como témpanos,
y en el indeclinable azar del universo
está previsto ese día sin indulto
en el que dejarás caer tu irreversible podredumbre
en el umbral postrero (aciago como ninguno)
del que no te levantará con su tonante conjuro
el pánico de la trompeta final.
No podemos disputarle al tigre su inocencia,
ni a los astros su callada eternidad.
Y vive cada uno encerrado en una jaula,
y en las jaulas nos movemos libremente,
en la equidistante y circular esfera
de un camino que ni la paz conoce,
ni el sosiego transitorio de la tregua.

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